Vivimos rodeados de pantallas. Cada día más niños y niñas pasan horas frente a ellas, quietos, limpios, obedientes. Pero, ¿a qué costo? En ese silencio digital, sus manos —herramientas creativas por naturaleza— están en pausa. Y cuando las manos no se usan, se nos olvida que también piensan.
En mi taller, trabajo con lo que muchos desechan: botellas vacías, frascos olvidados, revistas viejas, pedazos de cartón. No es solo reciclaje. Es una declaración: lo valioso puede empezar en lo simple, en lo que espera ser transformado.
Cuando un niño crea con sus manos, no solo construye un objeto. Construye pensamiento. Se equivoca, prueba, aprende. Lo hace desde la experiencia, no desde un tutorial. No sigue instrucciones, las inventa. No repite, explora.
El taller no es una clase tradicional. Es un espacio donde cada uno encuentra su forma de hacer las cosas. Donde el error es parte del camino y ensuciarse es casi obligatorio. Porque ahí, en ese caos hermoso, ocurre la magia.
Sí, las pantallas seguirán ahí. No se trata de demonizarlas. Pero también podemos enseñarles algo más: que el mundo no solo se mira, también se toca, se imagina, se transforma… con las manos. Siempre con las manos.